Empecé a odiar el mundo, odiarlos a todos ustedes, desde edad muy temprana. Los ojos de un niño son más agudos que los del antropólogo más reconocido. El odio comenzó con el extraño rechazo a mi nana. Apestaba. Ahí tomé conciencia de los cuerpos. Me daba cuenta que por naturaleza son sucios. Hay que lavarlos para que no huelan. Pero ella, mi nana, ni el agua la hacía justicia. Tenía una mugritud milenaria, hasta podía decir que cultural. Cuando crecí, adolescente aún, me dí cuenta que ella no era culpable de su suciedad. El responsable era el mundo y todo lo que había en él (y todo lo que creaba, como la noción de Dios y las sociedades). Empecé a sospechar que había una relación entre el olor a ajo y a caja de zapatos de mi nana, y el país en el que vivía; pero, poco tiempo después, México traspasó fronteras y la sospecha se empezó a extender allende del río Bravo, del Atlántico y de todos los rincones de nuestro planeta. "¿Cuánta gente con olor a ajo habrá en el mundo por culpa del hombre mismo y de su creador?", me cuestionaba. Y es que, al final de cuentas, ¿por qué tuvimos que ser creados con cuerpos que se apestan? La adolescencia es la etapa clave para toda aquella misantropía que se digne de serlo. En esa época dejé de sentir admiración por las mujeres. Veía que mi madre, la gran señora, hacía las mierdas más grandes de toda la familia. Me preguntaba si mi vecina, aquella niña coqueta que me cantaba cuando pasaba por su casa, haría las mismas cacas en el baño de su departamento. La respuesta era sí, lo hace. Perdía horas maldiciendo la hora en que Dios hizo que las mujeres cagaran y se echaran pedos. ¿Acaso no eran demasiado bellas para esos menesteres primitivos? Luego la maestra de biología hizo la gran revelación. Además de los compromisos naturales de las mujeres con sus vejigas, cada 28 días, sangraban. ¡De por sí repulsiva la sangre, era inconcebible que justamente por la parte a la que nunca le quitaba la vista ni a mi mentora ni a mis compañeras era por donde salían los chorritos del vital líquido! Me aparté de los círculos románticos que se imponían los adolescentes, como el ir en grupo a ver una película cursi o noches bohemias debajo de una farola. Sacié mis estúpidas necesidades sexuales con las prostitutas, las dignas rameras que cobran por ser putas, a diferencia de aquellas que lo son y, pobres idiotas, no cobran ningún centavo. Lancé mis saetas hacía el hombre ordinario. El sudor, entonces, tomó unas dimensiones insospechadas. La transpiración de los humanos era inversamente proporcional a mi desprecio. Observaba en todas partes caras brillosas, humanos que se entregaban al trabajo cinco días a la semana y otros dos en lavar sus pañuelos y ropas ennegrecidas. Dormir, despertar, trabajar; trabajar, despertar, dormir. Cumpliendo fielmente el destino impuesto por quién sabe quién. ¿Dije por quién? ¡Ah, no, es el destino mandado por el Señor! ¿Señor? Sí, el Señor. El principal error de los humanos es cuando toman demasiado en serio los designios de los Señores. Tenía razón (el seguramente maloliente) Marx, cuando dijo que la religión es el opio del pueblo. Dios es la perfecta excusa para que los hombres no hagan algo mejor con sus vidas (como acabar con ellas, por ejemplo). El sudor en los rostros me llevó a angustias terribles. Diseccionaba los cuerpos de mis semejantes y veía monstruosidades. Maldecía la hora en que la naturaleza nos hizo revestirnos de piel. El mundo no sería el mismo si conviviéramos con cuerpos viscosos, rojos y con los órganos a la intemperie. Para ser un misántropo basta con ser de clase media; con esa rara oportunidad que te da el tener noción del estilo de vida de la clase alta y el padecer, además, casi como destino irremediable, las angustias de la clase baja. Y es en el auto, taxi, metro, fiestas, discotecas, restaurantes, videoclubes, centros comerciales, los alimentos que todo buen misántropo ha comido para odiar la existencia de sus semejantes (los mismos que otros misántropos degluten para odiarnos a nosotros mismos). Es moralmente inaceptable no odiar a la humanidad después de cumplir con los requisitos sociales. Una fiesta es el mejor ejemplo para sacar argumentos odiadores. Las personas se bañan, echan encima perfumes y lociones cuya publicidad, por cierto, debería decir: “porque tu cuerpo se apesta, usa este producto para disimular la inmundicia de tu condición humana”. Luego viene la música que se aprestan a bailar en total cumplimiento de un ritual primitivo. Y ahí los miras, absortos ante el sonido de la música, encerrados en cuatro paredes, zapateando rítmicamente, sus pieles iluminadas por la luz intermitente de focos multicolores. Bailar, bailar porque sí, porque es divertido, porque los señores se satisfacen viendo los culos de las jóvenes, porque las señoras envidian los culos que ven sus maridos, porque cumplen con el deber de sentirse personas, porque es divertido que te suden las ingles, las nalgas si bailas mucho o no bailas nada, porque es divertido ir al baño cada 10 minutos para orinar las bebidas tomadas mecánicamente, porque es satisfactorio ligar con los demás, porque me siento realizado que vean mis estúpidas ropas almidonadas que por dentro empiezan a estar húmedas, porque me divierto inventando o imaginando historias eróticas de las parejas que veo a mi alrededor. Alguna vez me llegué a imaginar tomar un video personalizado a todas esas personas, tocar la puerta de sus casas y enseñarles lo grotesco que resulta su existencia, movimientos, poses que utilizan cuando bailan, coquetean, beben, fuman; que vean lo asqueroso de sus rostros brillosos, lo patético de sus carnes gelatinosas, lo falso de sus sonrisas, el maquillaje corrido, los pliegues arrugados de sus vestimentas, sobre todo en la parte de las nalgas. Pero entendí que la imagen del ser humano vista en la televisión no es repulsiva; antes bien, es admirada. Para odiar el mundo hay que abrir bien los ojos en los lugares públicos. Mirar a las personas por detrás es entender la pequeñez del hombre: sus espaldas ciegas, los lóbulos torpes de las orejas, la nuca inútil, la cabeza ignorante de lo que pasa por la vida detrás suyo. Al menos los búhos no tienen ese problema. Pueden girar libremente su cabeza 180 grados y ver lo que les dice el mundo a sus espaldas. Pobres diablos los humanos. Son felices con sus pequeños sueños, el televisor nuevo, el microondas, los pagos a plazos, el empleo de los miles de pesos. El mayor viaje de su vida, por lo general, es la luna de miel. Acapulco con sus tres días y dos noches ofrece el éxtasis de la aventura, los confines del universo; fornicar sobre camas usadas por otras miles de parejas igual de mediocres que ellas. Y aquí, lector, llegó a la época en que crecí, cuando me volví un adulto odiable, y dignamente odiado. Y es que empecé a sentir poco respeto por la palabra amor. Pero no por su significado como tal, sino por lo que las personas han hecho de su significado. Un misántropo conocido mío me dijo que si él fuera la palabra amor desaparecería del mundo: "Que las personas -comentó- se las arreglen sin mis cuatro letras". Lo más sensato que he escuchado en mi vida. Es así que perdido el respeto por la palabra amor (¿podría ser de otra manera?) perdí el respeto por las mujeres. No hay nada más aburrido en el mundo que una mujer enamorada. Me encolerizan, me exaspera su ingenuidad, el ignorar que en todo hombre, por más caballero, por más niñito bonito de 15 años que sea, se esconde la secreta intencionalidad de subirle o bajarle sus vestidos, observarles las nalgas tapadas por las pantaletas, quitarles las pantaletas y penetrar sus culos tiernos -en caso de ser pequeñas vírgenes- o sus nalgas conocedoras del rigor de la ********, -en caso de las más creciditas-. Porque ellas, las pobres inocentes, juran que el "hola" incidental dado en una fiesta, en el Metro, en el salón de clases, resultó ser el destino, el momento más romántico de sus vidas, la prueba de que existe el amor a primera vista. ¡Ja! Hay que reirse, ¡ja! ¡Lo que existe es las ganas de coger a primera vista! No el amor. A las mujeres les pasa lo mismo, lo admito, pero en tiempos diferentes. Es decir, aunque puede llegar a pasar, es díficil imaginar a una princesa de 15 años que a su vez imagine hacerle el felatio al chico guapo que le acaban de presentar mientras lo ve de espaldas marcharse. Cómo he reído a costas de las mujeres. Cuando se ilusionan por aquellos "bellos" momentos sin imaginarse que los hombres de lo único que se ocupan es en que no se note la erección fenomenal que se tiene cuando imaginan lo que traen puesto debajo de sus lindas ropas –las que pasan horas escogiendo- mientras nos miran como si fuéramos Romeo. Y cómo sufren, tanto hombres como mujeres, cuando las o los abandonan. Los humanos son tan poco capaces de indagar en sus sentimientos, que por eso los misántropos se imaginan ser la palabra amor para mandarlos todos a la mierda. Hay varios tipos de misántropos. Están los conformistas. Nada los hace felices pero tampoco les quita el sueño la humanidad. Antes bien, se vuelven como ellos, alcohólicos, adúlteros, hipócritas, mentirosos. Lo único que sienten es lástima por la condición del mundo, lástima por su patria, su ciudad, su calle, sus vecinos, su familia, por ellos mismos, y mueren insignificantes, aunque felices por saberse misántropos. Por otra parte, se encuentra el misántropo activista. Grita a los cuatro vientos las carencias de sus semejantes, les escupe en la cara su insulsa calidad humana; son artistas, músicos, locos callejeros y, en la mayoría de los casos, terminan en un manicomio o muertos por su propia mano. También se encuentran los misántropos radicales. A estos les teme la sociedad, los gobiernos, son los vilipendiados del sistema. Y es que, lector, estos matan. Entienden que su única misión es extinguir a la raza humana. En su ser sólo se gesta el trascender al loco alemán que planteó la idea del super hombre. "No hay super hombres, piensa, porque nadie merecemos vivir, desde el más pequeño hasta el más anciano de este planeta, el lugar del hombre está en la nulidad". Porque la existencia, humanos, es la nulidad. De ahí venimos, ahí vivimos, así morimos. Nulos. Bajo este paradigma he vivido 28 años. Más de un cuarto de siglo. Demasiado tiempo para no haber muerto de alguna congestión alcohólica, acribillado por un loco en un manicomio o felizmente nulificado por la pistola salvadora de un policía que protege al mundo de su nulidad nulificándome a mí en algún episodio violento en el interior de un centro comercial en su hora pico. Y hasta el día de hoy no sabía a ciencia cierta a qué clase de misántropo pertenecía. A veces, mientras fornicaba con la más vulgar de las prostitutas, sentía que era un misántropo conformista; otras, cuando besaba a la más querida de mis mujeres, sentía unas terribles ganas por salir corriendo, escribir mi trascendental epitafio y quitarme la vida; además, ha habido días en que me siento listo para hacerle un favor a la madre naturaleza y deshacerme de algunos cuantos humanos a través de una ráfaga de tiros certeros. Pero he encontrado que soy una cuarta clase de misántropo. Y explicar en qué consiste, es el objetivo de este relato. Soy un misántropo enano. Y esto, es la peor clase de humano que tiene la existencia; me explico: es un ser que no merece la nulidad porque el tamaño de su ser no le alcanza para ser nulificado. Es un nada. A Dios le faltó decir a la hora de la creación "hágase la nada". Si lo hubiera hecho, el nuestro sería un mundo paralelo donde habitaría media humanidad. Y donde no estaría yo, ni ustedes, por supuesto.
Viernes 4 de Junio de 1999.
jueves, 13 de diciembre de 2007
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario